En la vida existen varios tipos de nudos. Los que las cosas hacen con las cosas, los que las palabras hacen con sí mismas y los que éstas hacen con las cosas. No existe forma alguna de preverlos ni de calcularlos. Se dan periódicamente, aunque carecen de regularidad. Hasta el momento no se ha encontrado un modo satisfactorio de explicarlos.
Cuando las cosas forman nudos, tenemos un bloque de cosas. Se los puede apreciar en impresionantes formaciones minerales, aunque también en imbricaciones muchos más heterogéneas.
Cuando las palabras forman nudos, aparecen los racimos. Se los denomina así no precisamente por la previsión de su vendimia, sino por la complicidad de sus elementos. Mucha gente dormida habla a través de estos racimos. Esto quiere decir que hablan de un modo absolutamente incomprensible. También es un fenómeno que ha sido detectado en ciertas patologías de la infancia (el habla-racimo*).
No obstante, cuando una y otra —palabra y cosa— convergen, surgen los nudos más hermosos, aunque también los más delicados. Éstos, por sus raras cualidades, se llaman surcos. En un surco, se dice, existe la remota posibilidad de que un hombre converse con sus manos y oiga de éstas —en una conversación muy baja, muy tangencial, casi imperceptible— las instrucciones para armar el Nudo fundamental: el eclipse, en el que se abrochará el día con la noche para siempre. Sin embargo, esto último no es más que una suposición sin mucho fundamento.
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*Patologías del habla en la primera infancia (1976), P. Müller. Lo impresionante de estos casos es que los niños, invadidos por la materialidad del lenguaje, se ven constreñidos a expresarse sólo mediante cacofonías, vale decir, se ven constreñidos a la pura expresión, quedando marginados del contenido de su propio mensaje. Ello, a su vez, trae aparejado -en no pocos casos- un sentimiento de impotencia que es muy difícil de sobrellevar (véase, sobre todo, el cap. 7).